Via verde del Plazaola

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Ruta por la via verde del Plazaola

Jalonada por viejas historias y frondosos bosques, la Vía Verde del Plazaola comunica Navarra con Guipúzcoa. Recorrer sus 40 kilómetros, que atraviesan el valle de Leitzaran, evoca una floreciente industria del hierro, pero también la miseria de la posguerra.

Una de las historias más bellas jamás escritas trata sobre un solitario tren fantasma, un hercúleo levantador de piedras (también de ánimos) y un río sabio y paciente (aunque preciso es decirlo, también un poco impetuoso). Para entenderla conviene acercarse al lugar de los sucesos: una sucesión de valles verdes que eran recorridos por el antiguo camino ferroviario entre Pamplona y San Sebastián, el Plazaola.

En el principio, cuenta el relato, fue el agua. Desde el cielo y las montañas cayó arrastrando todo a su paso. Hendió la piedra, creó los valles, acunó los bosques de sauces, fresnos, almendros y olmos, y alimentó al hombre. El agua terminó sucumbiendo a su propio poder y fue encarcelada entre rocas calizas, sentenciada a repetir, una y otra vez, su camino. El río, en realidad las aguas del Leitzaran, Larraun, Ertzilla y Astomela, constituyó el primer tendido del tren y el nacimiento del espectro. Estos cursos de agua guían hoy al caminante que entre Andoain y Mugiro, recorriendo los caseríos típicos de los valles de Imotz, Larraun y Leitzaran, sigue las huellas del espectro.

¿Por qué pasaba un tren?

Como sucede en tantas gestas, el fantasma del presente fue un héroe en el pasado. El Plazaola, tal como era conocido el tren que transitaba estos valles, fue originalmente concebido para transportar el hierro desde las entrañas de la Tierra, dando a luz a las decenas de ferrerías del valle de Leitzaran, que funcionaban con el permiso real. Los vagones transportaban en 1904 el mineral desde las minas del valle hasta Andoain siguiendo los designios del río, poniendo puentes allí donde había simas, túneles donde el horizonte había sido mutilado por laderas y terraplenes sobre el vacío.

Plazaola, 35 túneles

El Plazaola debía salvar en su recorrido unos 35 túneles, algunos de sólo 60 metros y otros, como el de Uitzi –en su tiempo el más largo del país–, de 2,7 kilómetros. El tren probó ser necesario, rápidamente extendió sus brazos para alcanzar Pamplona y San Sebastián y comenzó a transportar también madera, ganado y pasajeros. Pero la bonanza no duraría. Muy pronto, otros brazos estrangularían al tren y lo llevarían a la soledad, primero, y a la venganza más tarde. Las minas de hierro dejaron de ser rentables, los bosques quedaron agotados y surgieron los autobuses, más confortables y rápidos.

Entonces comenzó la Guerra Civil y con ella, la gesta solidaria del Plazaola. El estraperlo, el comercio ilegal, surgió como palabra y práctica. La escasez de alimento durante aquellos años hizo que muchos apostaran su propia vida a la ruleta de comer o morir de hambre, subiendo “al Plazaola” los alimentos más básicos; pan, patatas y alubias para distribuir en los pueblos más necesitados. Los empleados de las estaciones avisaban a los pasajeros de la presencia de la Guardia Civil y evitaban, en muchos casos, la requisa de los víveres.

El tren, espíritu, visión, quimera de hambrientos y relegados, aparecía por los pueblos con olor a guiso saliendo de sus calderas, con aroma a caldos entre sus vagones, cumpliendo, más que una ruta, un destino. Pero la falta de rentabilidad y la naturaleza (las lluvias torrenciales de 1953 derribaron varios puentes y muros de contención) hicieron que las vías se levantaran y se cerrara la línea. Transcurrieron decenios hasta que en 1991 fue aprobada la recuperación de la vía y su transformación cromática, de férrea a verde, que permite recorrer los frondosos bosques de hayas y robles, el paisaje que despidió al tren local y acunó al levantador de piedras y espíritus.

Iñaki Perurena nació en Leitza, a mitad de camino del Plazaola, y a fuerza de tradición logró poner muy alto su tierra. Hay quienes especulan que este Sansón, de vasco dulce y mirada poética, fue quien, cargando rocas titánicas, alisó los túneles y sostuvo los puentes de la vía férrea, afirmando de este modo y para siempre la venganza póstuma y lema de todos los trenes: “Y yo seguiré andando”.

Más de 40 kilómetros de ruta verde

Hoy esa revancha se ha cumplido. El tren se entregó al bosque que nutría sus calderas, y este tomó el mismo compromiso del Plazaola, proteger a los viajeros. De no ser por el tramo aún no acondicionado del extenso túnel de Uitzi (cuyo tránsito no se recomienda), sería posible recorrer a pie, en bicicleta o a caballo los 44 kilómetros entre Mugiro y Andoain, aunque el sector que va desde Muga hasta Andoain, 22 kilómetros. Pese a los altos montes vigilantes, la vía es llana y no requiere de los caminantes más esfuerzo que el de saciar la sed en los abundantes chorrillos, o la vista en la paleta de verdes destilados por castaños, fresnos, avellanos, arces, olmos, abedules, tilos y los omnipresentes robles, hayas y helechos.

Muchos túneles, antes utilizados como graneros o para criar cangrejos o champiñones, han sido restaurados y algunos, como el de Leitza, de 650 metros, incluso tienen iluminación. El próximo proyecto es intentar la recuperación del tramo que va desde Mugiro hasta Irurtzun, para eventualmente llegar a Pamplona.

Han pasado años desde que la Vía Verde del Plazaola parte de Lekunberri y llega a Andoain siguiendo el antiguo trazado del tren, y muchos, al escuchar esta historia, no ven la relación entre sus tres protagonistas. Puede que no la haya. O puede, como dicen algunos ancianos que aún guardan para sí el perfume de cazo humeante que desprendía el tren, que todo sea un mensaje y que el río sabio y paciente (aunque preciso es decirlo, un poco impetuoso) represente un pueblo, que el convoy solidario (y solitario) sea la Historia y que el hercúleo levantador de piedras (y de ánimos) sea nada menos que su cultura.

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